El duro pero dulce rol de ser papá

Hace exactamente un año me convertí en papá. Lo que viví en la sala de partos viendo el nacimiento de mi hijo fue algo único e indescriptible. Vi nacer a mi hijo, vi cómo salía del vientre de su mamá, al fin lo pude ver físicamente. Al verlo nacer, lo llamé por su nombre como dándole mi bienvenida al mundo: ¡Rafael!... Y él me respondió con un llanto estruendoso que me llenó de mucha emoción. 

Desde antes de que nazca Rafaelito me ponía a pensar, cómo es ser papá, qué debe hacer, cómo cuidar a un hijo y las lecciones se las va aprendiendo en el camino, escuchando los consejos de nuestros propios padres y en especial de nuestras mamás.

Un hijo es un regalo de Dios, es algo tan de uno que se lo cuida como un tesoro, como un mismisimo regalo divino. Causa emoción escuchar el llanto de un hijo, ver minuciosamente cada uno de sus gestos, de sus muecas, tocarlo, abrazarlo, besarlo, arrullarlo... en fin, son sensaciones que solamente los que tienen el honor de ser padres pueden comprenderlo. Desde el ver cómo una célula diminuta va creciendo de a poco en la pancita de mamá hasta poderlo tener en los propios brazos.

Ha pasado un año desde ese instante que no olvidaré jamás. Aún no me explico cómo un ser tan pequeñito e indefenso es capaz de doblegar corazones, enamorar y hacer florecer sonrisas. Eso solo lo hace la inocencia y ternura de un niño. 

Rafaelito ha llegado a nuestras vidas para llenarnos de alegría, amor y cariño. Cada día aprendo algo nuevo de él y viciversa. Ya aprendió a bajarse de la cama solo, a pedir teta, a extender los brazos cuando está cansado, a decir mamá, papá, ñaña, entre otras palabras más. Y sobre todo grita ¡Gol! cuando papá se emociona al ver a su equipo favorito. De a poco empieza a patear pelotitas, quizás en un futuro no pierdo la fe de que logre ser un jugador desequilibrante y exitoso en Europa.

Hoy mi hijo cumple un año  y me toca agasajarlo como se debe, con pura chochería.