Cuatro duras historias de menores de edad que trabajan en las calles de Guayaquil

 
‘A veces no quisiera ya trabajar porque termino tarde los deberes’

Tiene tan solo 11 años y desde hace varias semanas, Raúl, nombre protegido, colabora con su tía en la venta de roscas, en la avenida Francisco de Orellana.

Está en séptimo año de educación básica, en una escuela ubicada en el norte de la ciudad. Él llega a vender las roscas desde las 14:00 y se queda hasta las 19:00. En varias ocasiones le ha tocado dejar de almorzar por cubrir su lugar.



Su frase de venta es: “Por favor, desea algunas rosquitas”. Él señala que en ocasiones funciona y otras veces no.

“A veces no quisiera trabajar porque termino tarde mis deberes”, cuenta mientras continúa vendiendo a $ 1 sus fundas.

En total gana de $ 6 a $ 10 diariamente. Esto le sirve para ayudar a su abuela con la que vive luego de que su madre lo dejara.

Es el mayor de cuatro hermanos. Ellos son pequeños, pero no viven juntos.

Su rostro se ilumina cada vez que habla de Emelec, su equipo favorito. “El bus de ellos pasa por aquí y yo los he podido ver. De grande quisiera jugar con ellos”, dice ilusionado.

“Lo que más quisiera en la vida es poder entrar a una escuela de fútbol y llegar a ser un gran futbolista”, expresa Raúl, quien confiesa que espera que algún día le regalen unos zapatos para practicar su deporte favorito. A pesar de todo, Raúl explica que estar aquí le permitió conocer nuevos amigos como son los otros vendedores.

Lo más peligroso es cuando llega la policía que no los deja trabajar, ya que en el artículo 46, literal 2, de la Constitución del Ecuador, se prohíbe el trabajo para menores de 15 años, además de implementar políticas para erradicar el trabajo infantil.

“Quisiera que los conductores no me miren con mala cara, que me apoyen para poder ganar un poco de dinero para ayudar a mi abuela”, comenta mientras cuenta las ganancias obtenidas.




‘Cuando sea grande quiero ser periodista deportivo’

Cuando tenía 8 años de edad, mientras limpiaba parabrisas en una avenida de Guayaquil, un auto lo atropelló y quedó inválido durante un año. A Fausto, como llamaremos a este adolescente de 15 años, lo llevaron hasta el Hospital del Seguro donde lo operaron de la columna.

“Pensé que me iba a quedar así para siempre, pero Diosito es grande y gracias a Él es que puedo caminar”, dice mientras se levanta la camiseta para enseñar la cicatriz.
Ahora camina con un poco de dificultad. Sin embargo, esa mala experiencia no impidió que siguiera trabajando en las calles, pues siete años han pasado y Fausto aún deja limpios los parabrisas de algunos vehículos en la avenida Isidro Ayora junto a la gasolinera Mobil.

Fausto es el quinto hermano de 10 en total. Su madre vende chuzos en Durán y su papá trabaja en albañilería, “por eso trabajo para poder ayudar en el hogar con algún dinerito”, comenta. A diario gana entre 8 y 10 dólares, de los cuales destina $ 3 para su hogar.

La jornada de este adolescente que anhela ser periodista deportivo “para narrar los goles de la Selección”, empieza a las 07:00, cuando llega a la terminal terrestre y desayuna un “pastelazo y una cola, por cincuenta centavos”, comenta. El almuerzo como dice él, “es posi, porque siempre pido un arrocito y una menestrita con una buena presa de pollo o con carne”, que le cuesta $ 1,75. La jornada culmina a las 20:00, cuando termina de merendar otro plato “posi” en la terminal a $ 2, para luego viajar en bus hasta El Recreo, en Durán, donde vive.

Según el Código de la Niñez y Adolescencia, art. 82, la edad mínima para el trabajo es 15 años. Mientras que la jornada de trabajo de los adolescentes no podrá exceder más de seis horas diarias y de cinco días a la semana.

“La gente porque me ve negro piensa que soy malcriado o ladrón, pero yo soy educado, siempre trato a la gente con respeto”, asegura.



‘Cuando trabajé por primera vez en la calle sentí vergüenza’

“Sentí vergüenza”, confiesa con timidez Doménica (nombre protegido), de 12 años de edad, cuando trabajó por primera vez en las calles ayudando a su mamá a vender humitas. Cuenta que “los conductores me miraban extraños porque yo soy pequeña”.
Ahora, con cinco meses de acompañar a su mamá, Jenny Sánchez, a vender humitas en la avenida Francisco de Orellana y Rodolfo Baquerizo Nazur, dice ya no tener miedo a los vehículos que a diario transitan por ese sector.

“Es muy peligroso porque los carros van rápido y cuando cambia la luz verde es peor”, dice.

Jenny es madre soltera, tiene 3 hijos y Doménica es la mayor; le sigue un hijo de 11 y una pequeña de 3 años. A diario elabora 60 humitas y las vende a $ 1 el paquete de 3.
“Me quedé sin trabajo hace ocho años y me dediqué a trabajar lavando ropa, cocinando, planchando, pero no me alcanza, a mi hija la tengo en expreso para que vaya al colegio”, expresa angustiada la madre.

Doménica, estudiante del octavo año de básica de un colegio al sur de Guayaquil, se considera responsable, pues desde temprano se levanta para ir al colegio, retorna al mediodía a su casa, almuerza, realiza las tareas y si tiene tiempo, “vengo a ayudar a mi mamá porque ella está aquí sola, hasta que termine la venta”, dice.

Sueña algún día con conocer la Mitad del Mundo o la iglesia San Francisco en Quito. “Cuando sea grande quiero ser azafata, algún día quisiera volar y conocer muchas partes”.



‘Dejé de estudiar por dedicarme a trabajar para poder comer’

“Hasta el año pasado estudié”, comenta Luis, nombre protegido de este adolescente de 15 años y ya con músculos fuertes, pues luego de haber paralizado sus estudios se dedicó a trabajar en la albañilería, en Durán.

Ahora es ayudante en construcciones, vende caramelos y limpia vidrios. “Desde los 7 años vengo trabajando en las calles, para mí no hay peligro, porque yo me junto con gente sana”, expresa.

Dice estar consciente de los vicios que se pueden presentar, más estando en la calle. “Fumar es malo y eso te lleva a que mates, robes y al suicidio, he conocido muchos casos de algunos amigos que han muerto porque se han pegado un tiro”, cuenta tranquilo este chico que practica fútbol y tiene cuerpo atlético.

Vive en la ciudadela El Recreo, en Durán, se despierta a las 07:00 para llegar a su lugar de trabajo, en las avenidas Isidro Ayora y de las Américas, junto a Mi Comisariato.

Desea dejar de trabajar para poder estudiar. “ Yo de grande quiero ser abogado”, indica convencido. Dice que cuando no trabaja en las calles, acude a bailes en su sector o va a las piscinas de un complejo deportivo en El Recreo.

La nostalgia le invade cuando menciona que su padre falleció hace 11 años, cuando él apenas tenía cuatro años de edad. “Mi mamá asumió ese rol de padre y ella es la que me pagaba los estudios”.

A diario gana $ 10 limpiando los parabrisas de los vehículos que se detienen con la luz roja, pero cuando vende caramelos gana $ 15.

“Yo todo esto ahorro para la comida y también lo guardo para fin de año poderme comprar ropa nueva y zapatos”.

Su principal deseo es poder ingresar al cuartel de las Fuerzas Armadas, pero para eso “tengo que estudiar para ser bachiller y poder meterme ahí”.

Admite que es tranquilo, “nosotros no robamos, es la gente que porque nos ve así piensa eso”.


Nota: Tema publicado en Viva Alborada
Fotos: Héctor Pérez Name

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