Fausto Llerena amó tanto a Solitario George como si fuera su hijo

Fausto Llerena lleva estos días un crespón en su pecho y se consuela observando a otras especies de tortugas gigantes en el Parque Nacional Galápagos.

Por: Robert Salazar | PUERTO AYORA, Galápagos, Ecuador


A ratos sonríe, cuando recuerda algunas de las anécdotas que vivió con el Solitario George. Pero solo son instantes, pues la consternación es más fuerte y Fausto Llerena casi se quiebra al hablar de la muerte de la famosa tortuga de Galápagos, acaecida el pasado domingo. Fue él, cuando ingresó, como todos los días, al corral de George a las 08:30 que lo halló muerto.



Dice que abrió la puerta y que desde ese instante percibió algo anormal. George no fue a darle la rutinaria bienvenida. La tortuga, cuando escuchaba la puerta del corral y lo veía, alzaba la cabeza y caminaba hasta él, a paso lento, pero firme.

En esta ocasión, lo encontró con la cabeza tendida en el piso cerca del bebedero, inmóvil. Asegura que se sorprendió porque era aún muy temprano para que George esté en aquel lugar, como para tomar agua, pues a esa hora, más bien, debía estar por el sector de las plantas, donde pasaba la noche.

“Le dije: ¿Aún sigues dormido? Lo toqué, lo moví. No respondía”, relata, mientras esquiva la mirada y la dirige hacia el corral. Llerena fue parte de la expedición que encontró a George, en marzo de 1972 en la isla Pinta. Y desde ahí se formó una especie de lazo inseparable, mucho más desde 1983 cuando se hizo cargo en forma total del cuidado de la tortuga.

Detalla que en el momento en que lo vio inmóvil sintió un intenso escalofrío. Se quedó perplejo. No se avergüenza en decir que lloró dentro del corral y, aunque la muerte no estaba certificada, él ya la asumía. Pero, asegura, después de un momento reaccionó, pues tenía que dar esa noticia a las autoridades del Parque Nacional Galápagos (PNG), donde él trabaja desde 1971.

Fausto Llerena, quien cuidó del Solitario de Galápagos, piensa en jubilarse.

Ahora, más calmado, Llerena entiende el dolor que sintió en ese momento. Cuidaba no solo a un animal en peligro de extinción, al último de la especie Geochelone Abingdoni, sino a una tortuga que le dio tantas ilusiones como también desilusiones, cuando fracasaba su posible reproducción. Se trataba de un ejemplar que concentraba la atención de los científicos del mundo; de un George al que lo consideró como a uno de sus hijos predilectos.

“Pareciera que uno no tiene sentimientos por un animal pero sí se tiene. Al menos cuando uno es tan allegado a él, uno se encariña mucho”, refiere Llerena, de 73 años y oriundo de Pelileo, Tungurahua.

Quizás por ese sentimiento nunca buscó la manera de jubilarse años atrás. Pero no lo hizo porque –afirma– tenía no solo un trabajo sino una responsabilidad familiar. “Uno nunca se deshace de sus hijos”, resume el hombre, quien insiste que a George lo amaba como a hijo.

Pero ahora con la muerte de George, dice que no se resistirá a la jubilación. Siente que prácticamente ha cumplido con su deber. Y si le llega ese momento, su plan es quedarse a vivir en las islas.

Cree que las otras tortugas de la reserva que estaban a su cuidado vivirán tranquilas sin su presencia, pues solo George lo ataba, porque consideraba que la tortuga dependía de él. Y, paradójicamente, sus ganas de trabajar en el PNG también dependían de George. Ahora cree que después de muerto, George seguirá siendo la atracción.

Solitario George era el último de su especie

Nota: Artículo publicado originalmente en El Universo
Fotos: El Universo

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