El amor de un pueblo

Fue hace dos años exactamente (2009) cuando emprendí mi misión hacia el Coca en la provincia de Orellana en Ecuador. Nunca antes había pisado la amazonía ecuatoriana, era mi primera vez que conocía esa región de mi país. Vegetación por todos lados, mucha lluvia, casi todo el día pasaba lloviendo y a toda hora. Llegué a una comunidad de hermanos Franciscanos a 20 minutos del Coca, de ahí partí hacia la comuna 12 de abril como se denomina.

Pensé encontrarme con personas nativas como los Aucas, Shuar, Huaorani pero me supo decir uno de los guías que eso era mucho más adentro de la selva, en plena selva virgen donde las personas que entran, muchas no tienen la suerte de salir vivos. La familia Estrada nos recibió muy atentamente, entre ellas Rosita(18) y Magdalena (25), ambas hermanas. Joao, mi compañero de misión y yo, nos hospedamos en casa de Magdalena quien tenía tres hijos. Al inicio todo ruido nos asustaba, pensábamos que eran los Aucas o indios o algún animal salvaje, pero simplemente era el viento.

Anochecía temprano, ya a las 18h00 estaba completamente oscuro. No había energía eléctrica por lo que nos fue de mucha ayuda llevar linternas con baterías bien cargadas. Allá, cada familia tenía un generador eléctrico que funcionaba con diésel, pero solamente lo utilizaban dos horas, para ver las noticias, novelas o alguna película en el dvd. Tampoco había agua potable, la gente vivía del agua de la lluvia, donde el 75% del día pasaba lloviendo. Los insectos nos devoraban, habían demasiados mosquitos que eran como pirañas voladoras, en vez de picar te comían la piel, puesto que luego de la picada podías observar una diminuta mordiscada de esos insectos.


El canto del gallo nos levantaba siempre. Eran las 5h45 de la mañana y la mayoría de los miembros de la familia Estrada ya estaban levantados. Ariel, el más pequeñito de la casa, con su llanto nos despertaba mucho más. El frío nos arrullaba y la lluvia continuaba. Con caras de dormidos saludábamos a los pequeñines y a Magdalena, nos aseábamos con agua de lluvia, tomábamos agua de lluvia para calmar la sed, no teníamos otra opción. Abajo de la casa, que fue construida con madera rústica y techo de zinc, nos ladraban los perros. Steven, el segundo hijo de Magda los hacía callar, él bajaba siempre junto a nosotros, para cuidarnos y porque también se quería cepillar los dientes junto a nosotros. La lluvia cesaba poco a poco, y el sol empezaba a aparecer, el paisaje era hermoso, las nubes desaparecían y el cielo completamente azul nos saludaba esa mañana.

Luego del desayuno, que por lo general parecía almuerzo, empezábamos nuestra misión que iniciaba a las 8h00. Nuestra misión consistía en visitar las casas de las familias conversar con ellos, jugar con los niños e invitar a los padres de familia a las asambleas que las realizábamos todos los días a las 15h00 (no podíamos en la noche porque todos dormían

temprano y tampoco había luz) y una hora más tarde realizábamos dinámicas con los infantes haciendo rondas de juegos, deportes, cantos, etc. Con Joao queríamos que pase rápido el tiempo, pues ya a media mañana el hambre se hacía sentir. Cada familia nos recibía de manera atenta, nos hacían pasar a su "humilde casita" como ellos mismos la describían, pero nosotros al finalizar la charla amena siempre les repetía: "donde hay amor y sencillez, habrá un buen hogar, los felicito por tener un lugar cálido donde reposan". Siempre nos despedían con una sonrisa y alguno que otro consejo.


Antes de las 13h00, los pequeñines salían de la escuela. Joao y yo nos subíamos a loma más alta de la comuna 12 de abril para "pescar" una que otra rayita de señal en nuestros celulares y hacer las llamadas respectivas a nuestras enamoradas y familiares. Se acercaban Estrellita y Angélica de 8 y 10 años respectivamente acercarse hacia nosotros. Ellas son hermanas de Rosita y Magda, salían de la escuala y nos llamaban para almorzar. Éramos como sus hermanos mayores, cada una nos cogía y nos abrazaba para llevarnos a la casa a comer. Estando en casa de Magda, nos invitó a pescar para poder almorzar pescado frito. Ella tenía en su patio una gran laguna, el agua era tierrosa, mas o menos de unos 3 metros de profundidad, allí criaban peces. Pescamos cerca de 8 pescados que allá los denominaban "caritas", por ser redondos. Magdalena era la encargada de limpiarlos y colocarlos en la sartén con aceite hirviendo, para nosotros comer pescado frito era un manjar, luego de haber tomado sopa de legumbres o de tubérculos durante cuatro días consecutivos.


Caía la noche y los chiquitines nos invitaron a ver películas. Fuimos a la casa de Rosita quien tenía un hijo de tan solo 2 añitos de edad. Uno de los menores quería ver El duende, pero las más pequeñas decían que no. Al final resultamos viendo esa película. Llegarían los últimos días de nuestra estadía (estuvimos 6 días), la nostalgia nos empezaba a invadir y nuestros ánimos no eran como los de un principio. Incluso los mismos chicos nos decían que nos quedemos más tiempo y eso nos retocaba más el corazón por el cariño y el afecto que les llegamos a tener.



Todos nos reunimos en casa de Rosita a merendar, nos empezamos a tomar fotos para tener de recuerdos, empezamos a intercambiar números de celulares, jugábamos las últimas horas con los chiquitos, y el sentimiento cada ver se iba intensificando y el de ellos también. Esa noche, Joao y yo no pudimos dormir. Pensábamos a cada momento qué pasará con ellos, si alguien los vendría a visitiar, si alguien jugaría con ellos... la lluvia cayó y nos arruyó, nos quedamos profundamente dormidos con la vela consumiéndose.

Al día siguiente, empezamos a arreglar nuestros bolsos, eran las 8h00. Nos habían quedado una funda de chupetes y chocolates, le dije a Joao que a medida que vayamos recorriedo el camino, les entregáramos a las personas que se despidieran. Y así fue, no desayunamos, Magdalena se nos resintió, pero le dijimos que era por ayuno y penitencia. Ella nos acompañó hasta la capilla que quedaba a unos 300 metros de su casa. Los chiquitos también nos acompañaron, a Joao le empezaba a coger el sentimiento y sus lágrimas chorreaban por su rostro, los niños lo miraban y también se contagiaban de llanto. Era imposible abandonar el lugar, los pequeñines nos abrazaban, lloraban, nos decían que no nos vayamos; nosotros no podíamos decir nada, no los podíamos ilusionar.

En silencio, como misionero mayor, tomé la iniciativa y me empecé a despedir uno por uno. Sin palabras y con un fuerte abrazo me despedía de Magdalena quien nos acogió en su hogar y nos brindó todo lo que tenía a su alcance, nos trató de lo mejor. "Magda, muchísimas gracias por todo, el sentimiento es grande nos hemos encariñado con ustedes, las despedidas son muy tristes, sabía que este momento llegaría. Tienes unos hijos preciosos cuídalos y guíalos de mejor manera con mucho amor, no con violencia, estaremos en contacto" le dije llorando y apretándola en un fuerte abrazo. Vendría Rosita, también la abracé y ella empezó a llorar, era algo terrible, los niños se contagiaron en llanto. Joao estaba atado de pies y manos con los niños que no lo soltaban, lo abrazaban, se encariñaron con el. Llegó el momento de despedirme de los pequeños, el corazón se me partía en mil pedazos viendo sus rostros tristes, sus ojos llenos de lágrimas y su llanto quebrantador, pero tocó.

La despedida con ellos duró 20 minutos. Les tuvimos que entregar chupetes y chocolates para tranquilizarlos, y surgió efecto. Emprendimos el largo camino de más de 4 km de trayectoria, acongojados, tristes, cabizbajos, sin decir una sola palabra íbamos avanzando poco a poco. Más adelante una señora nos sale a despedir y nos regala una gallina pelada para cada uno. "Tengan estas gallinitas que he criado durante 7 meses, están gorditas, se las comerán", nos dijo doña Paula, una anciana de aproximadamente unos 78 años.


Llevábamos una hora caminando y el camino se nos hacía interminable. Una casa más adelante y a lo lejos, se asoma la familia Pinchao, a decirnos 'chao'. Las casas quedaban bien distantes una a otra. El camino era de barro por eso utilizamos durante los 6 días, botas de caucho que nos hacían sudar las piernas y nos daba más calor. La espalda nos dolía, llevábamos nuestras mochila de ropa y en cada brazo cargábamos las cosas que nos obsequiaban las familias, ya no podíamos más. Nos faltaban 2 km para llegar a la carretera principal. El esfuerzo valió la pena, al final llegamos molidos a nuestra meta, cargábamos además el peso de la nostalgia y tristeza por haber dejado encariñado a toda la comunidad 12 de abril. Es impresionante lo que un pueblo puede lograr hacer en nosotros, el cariño, su bondad, el amor y la hospitalidad que nos brindaron fue impresionante, volvería a ir allá.

Han pasado dos años desde que visité el Coca, no he sabido nada de Rosita ni Magda y mientras estaba escribiendo este relato las lágrimas aún ruedan por mis mejillas y he dicho: "mañana sabré de ellas... mañana las llamaré".


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